jueves, 9 de febrero de 2012

Los emigrados, de W.G. Sebald

Los Emigrados.
Traducción de Teresa Ruiz Rosas.
La novela se divide en cuatro capítulos biográficos.
  1. Doctor Henry Selwin, p.7;
  2. Paul Bereyter, p.35;
  3. Ambros Adelwarth, p.79;
  4. Max Ferber, p.177 a 186.
En ellos el narrador (Sebald) recorre las vidas de estos emigrados a base de testimonios bien directos de los protagonistas (Bereyter, Ferber) bien de familiares o conocidos (con Lucy Landau para Bereyter), escritos en forma de diarios o memorias (las anotaciones de Luisa Lanzberg, la madre de Ferber, o la agenda ininteligible de Ambros Adelwarth, el tío abuelo de Sebald, que recuerda, ineludiblemente a los microgramas de Robert Walter), utilizando –cómo no- un archivo fotográfico –bien histórico o bien realizado por el propio Sebald en su particular viaje-, una prosa poética extraordinaria –incluso en los textos autobiográficos antes citados- y un afán de desvelar la verdad que incluso desde la confusión y a partir de algunas estructuras narrativas descompensadas –lugar común de la prosa sebaldiana y uno de sus máximos logros estilísticos- convierten este libro en un mosaico de sentimientos y sensaciones neurálgicos y emocionantes –y necesarios-.
Cuando me planteé la posibilidad de comentar este libro –es mi segunda lectura del mismo, la primera hace ya algunos años- me encontré con el gran incoveniente de que factores como eran la grandeza de la obra concebida –el propio narrador confiesa cómo el libro avanza con gran esfuerzo-, la acumulación de detalles –geográficos, paisajísticos, relatísticos, anecdóticos, etc…-, el número de personajes que circulan, los parentescos –que a veces nos hacen perder el hilo de quién es quién-, las ciudades visitadas, etc…, hacían del todo imposible un análisis justo del mismo, por lo que me convencí a mi mismo -frente a la otra opción de abandonar- de redactar un texto que tocara algunos temas, argumentos, estrategias en definitiva, de Sebald, y que de alguna manera hicieran ver al lector el tipo de libro al que se enfrentarían en el caso de que les diera por leerlo. En resumen, leer este libro es una aventura asombrosa, pero también requiere de un gran esfuerzo por parte del lector.
Los personajes protagonistas tienen algunas cosas en común, son judíos, alemanes y han emigrado de su país natal a Inglaterra o Estados Unidos en vísperas de la segunda gran guerra. No por casualidad algunos de ellos se suicidarán con el tiempo, quizás incapaces de soportar la nostalgia de la patria añorada, o la ausencia de la familia desaparecida horriblemente. El propio Sebald es un emigrado, así en el capítulo dedicado al pintor Max Ferber, p. 230: “Incauto de mi, pensé que en Manchester podría iniciar una nueva vida, libre de toda cohibición, pero precisamente Manchester me trajo a la memoria todo aquello que yo buscaba olvidar”.
En Ambros Adelwarth –emigrado a EEUU- asistimos a la mente genial que termina sus días ingresado en un psiquiátrico por propia voluntad (quizás evocando la figura del escritor suizo Robert Walser –de nuevo-), así leemos en la p.133 “Es cierto que Ambrose Adelwarth no fue ingresado aquí por sus parientes, sino que se sometió a nuestra supervisión psiquiátrica por voluntad propia”, cuenta el doctor Abramsky al narrador, quien había viajado desde Londres, pasando por Nueva Cork, hasta Ithaca Falls en la búsqueda del doctor Fahnstock y del sanatorio Samaria.
No es el único viaje a conciencia que realiza Sebald en busca de datos para completar las biografías de sus emigrados –aclarar que en ningún  momento Sebald se confiesa como tal y el narrador tan sólo es eso, un narrador anónimo-, sino que también viajará en el cuarto capítulo hasta Kissingen, siguiendo la estela de la infancia de la madre de ferber, en un intento de descubrir el mundo de la joven Luisa Lanzberg, y en cuyos diarios leemos cómo en un paseo por el bosque con su futuro prometido Fritz Wadhof (en el curso de una extraña historia de amor con varios “Fritzs” correlativos) “alcanzamos a dos caballeros rusos muy elegantes, justo cuando uno de ellos, que tenía un aspecto muy mayestático, estaba regañando a un niño de quizá diez años de edad que, ocupado en cazar mariposas, se había rezagado…”, descubriendo –en un detalle que tan sólo el lector puede atreverse a enlazar- el origen de una pintura que Ferber ultima en su taller de Manchester cuando recibe una de las visitas del narrador, titulado Man with butterfly net –un retrato sin rostro-, y que tendrá alguna que otra aparición a lo largo del libro.
Y es que el texto está plagado de alusiones, referencias, sutiles hilvanes entre los cuatro capítulos, unas coincidencias –o llamémoslas mejor unos ecos- que pueden pasar desapercibidos al lector, quien a veces puede atribuir esas reiteraciones a su propio despiste o al del autor –consciente soy de que se me han pasado multitud de estos encuentros y que sólo una tercera lectura analítica puede desenmascarar tal entramado de intersecciones-. Por poner algún ejemplo citar cómo el mismo narrador comprende que el Wadi Haffa (un transporte café de Manchester que frecuenta junto a Ferber) donde se preparan “horrendos guisotes mitad africanos mitad ingleses” le resulta de algún modo familiar, sin descubrir que en el diario de Ambros Adelwrath se ha podido leer cómo en Tierra Santa, en su viaje junto a Cosmo Solomon, “una hora después de caer la noche entramos cabalgando en el patio del hotel Kaminitz, en la Jaffa Road…”.
El regreso a Suiza de Sebald es un trasunto que se repite en toda la obra, la vista sobre el lago Leman –el viaje en tren de Zurich a Lausana del narrador “decidido a no perderme la irrupción siempre impresionante del paisaje del lago Ginebra”, o también según el diario de Adelwarth “inmóvil como plomo fundido, a veces también tan revuelto que forma una superficie de espuma fosforescente”), las aventuras montañosas del doctor Henry Selwin y la desaparición de su amigo el guía montañés bernés Johannes Naegeli, y reaparecido 72 años después en el glaciar del Aar, así como las incursiones en el casino de Montreux de Adelwarth y la exposición que el padre de Max Ferber –marchante de arte- montara en el Palace de Montreux en 1936 (p.207), configuran una especie de paradigma de la indolencia, de lo hermoso pero inútil, de lo retórico, aunque también una referencia innata, un destino siempre posible donde reponer fuerzas –o retomar indagaciones-.
Las fotografías, siempre presentes en la obra de Sebald, resultan indispensables, por un lado para enriquecer el rico vocabulario virtuoso de Sebald, y por otro para contrastar la imagen con éste, propiciando una experiencia que va más allá de lo literario. Supongo que Sebald tendría sus más y sus menos con su editor a la hora de insertar más o menos fotografías, pero es que instantáneas como la de Helen Hollaender en el capítulo de Bereyter, la desierta y descuidada pista de tenis en Selwin, la del joven derviche en Adelwarth, o de la inquietante salina de Kissingen en Ferber,  componen una generosa visión de lo patético y lo extraordinario –por su anormalidad- que bien merece por sí misma la lectura del libro.
Hay una foto que finge una quema de libros en la plaza de Würzburg -¡Bradbury no inventó nada!-, y que refleja la enigmática e irracional naturaleza del ser humano, en un lugar donde los frescos de Tiepolo son la referencia universal (en Ferber, Colmar –Grünewald-, Courbet, Rembrandt,…, pero también Dachau, es decir, el arte, la emoción frente a lo terrorífico, lo inexplicable…, ¿cómo hilarlo todo sino desde el disparate del holocausto?, el tema que subyace como una apisonadora en todo el libro –y no sólo en este Sebald, también en Austerlitz por ejemplo-).
Pueden pasar por anecdóticas sutilezas como que Sebald se hospede en la misma casa en la que en 1908 residiera Wittgenstein –recordemos que Wittgenstein es una de las grandes referencias de Thomas Bernhard, así como la presencia amenazante del föhn, p.76, muy presente también en Bernhard y justificante de episodios de locura, o también (p.90) la condición de maestra auxiliar de la tía Fini que nos recuerda la desternillante reflexión de Bernhard –Strauch- sobre los maestros auxiliares en Helada-, o que (p.211) un desconocido sostenga una maqueta del templo de Salomón, “Fhorman, oriundo de Drohobycz”, en el relato de Ferber –la primera obra de arte que contempló- y que rememora el origen del gran escritor polaco, trágicamente desaparecido, Bruno Schulz.
Otra alusión literaria (p. 184) más o menos velada es la actividad de cazarratas de un hombre menudo llamado Renfield –el personaje de Drácula que enloquece al regreso de su viaje a a Transilvania- en la pensión de Sebald en Manchester. También la retahíla de autores que perdieron la vida suicidándose, Altenberg, Trakl, Wittgenstein,…, recuerdan que tanto Selwin como Bereyter se han suicidado (el primero se pega un tiro en la cabeza , el segundo se pone sobre las vías del tren).
Algunos juegos de nombres intentan despistar –o forzar a la mente del lector-, como la presencia de dos Meier (y Meyer) como profesores de religión (p.47), a los que Bereyter no soportaba y la aparición de un tendero llamado Meier Frei en la página 234, ya en el capítulo de Ferber, o la historia de Mangold (acelga), el hijo del peluquero (¡y médico forense!) Wohfahrt, con habilidades increíbles para el cálculo matemático y a pesar de su debilidad mental., y de un obrero, Josef Wohlfart, compañero de trabajo de Adelwarth en la construcción del tejado de cobre sobre la sinagoga de Ausburgo.
Sin duda, uno de los libros más maravillosos y honestos que leí nunca.

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